jueves, 27 de mayo de 2021

IVAN DUQUE: LA AUTOENTREVISTA

 Si lo miramos con ojos desprovistos de apasionamientos sectarios, lejos de la óptica monocromática del sesgo uribista, es un buen sujeto. Uno de aquellos anfitriones que te ofrece vino caliente y sano entretenimiento mientras estás en la sala de su casa. Un hombre normal, un oficinista conforme con su sueldo mensual y su linda familia para el cual los fines de semana significan esparcimiento familiar al lado de los suyos. Un prototipo limpio de lo que era la clase media, hace algunos años, cuando las políticas económicas no la habían golpeado tan severamente. Un hombre inocente de ideologías y partidismos, sin convicciones profundas ni opiniones inamovibles, con puntos de vista mesurados, bien pensados para no incomodar a quien no se debe. Como sus copartidarios, precisamente. Pero su error más grande -lo comprende arrebujado en la poltrona elegante del salón de reuniones de té, en la casa de Nariño, mientras los camarógrafos y técnicos alistan los equipos para la entrevista- fue haber permitido que lo postularan, desde el contubernio de hipócritas sedientos de sangre que conforman su partido político, a la presidencia de la república. Fue ahí, en ese momento en que su nombre sin importancia comenzó a sonar para hacer contrapeso a las ambiciones castrochavistas de la izquierda, que amenazaba desde los cubículos electorales los privilegios que por años han detentado las familias de bien, cuando a este funcionario mediocre y sin luz se le acabó el paraíso adánico de su comodidad para ser zarandeado según las conveniencias personales de sus jefes, los directores de los partidos políticos tradicionales y los banqueros que financiaron su aventura política. En esa contemplación extática, mientras contempla por el ventanal del palacio que da a la plaza de Bolívar cómo arde Roma, reflexiona sobre la felicidad ignorante de su pasado y le es inevitable la nostalgia de lo perdido. Cuando un charco de sangre lo asalta entre las alfombras elegantes del salón de té y le mancha los zapatos, minutos antes de grabar la entrevista en inglés que algún funcionario de oficio le sugirió hacer para paliar su imagen desfavorable e intentar ganar la conmiseración general, advierte que no sabe qué hacer y que este platanal se le salió de las manos.


Pero su consuelo está, precisamente, en su inocencia: no es su culpa. Y de seguro así se lo dijo, incluso desde antes de ser nominado como candidato, a su jefe inmediato: el innombrable, aquel que lo infló como salvador y ahora le da la espalda para salvarse él mismo de la debacle en que naufraga su partido político, su imagen de mesías prometido y su legado. Aunque sabía que no estaba preparado para asumir semejante responsabilidad, que nunca en su vida ni siquiera había administrado la mesada de estudiante que le asignaba su familia, ese innombrable lo convenció de asumir su rol salvífico bajo la promesa de asesorarlo, si esto se tornaba así de catastrófico. Y pasó su año de aprendizaje, y llegó al 2019 con las primeras protestas, pero la pandemia le dio resuello a su inexperiencia en el arte de mandar. Y así, entre bandazos, aquel aprendiz a caudillo se esforzó inútilmente en dar la talla, llenar los zapatos del que nunca pensó ser, pero tal talla y tales zapatos son tan inmensos que lo desbordan. Minutos antes de grabar la entrevista, frente a la cámara que lo ausculta con saña, reflexiona en aquella vida irresponsable pero feliz que tenía cuando no era nadie y llega a la descorazonadora conclusión que lo humaniza frente a los que están a su alrededor: es inocente de cuanto lo puedan culpar. Y eso lo tranquiliza. Y así lo repite frente al lente que lo requiere: como un mantra, una y otra vez declara su inocencia. En todo momento, la culpa es de los otros, pero nunca suya. Es como aquel que se postula para un empleo y, para ser contratado, miente en su hoja de vida. Y una vez en el ejercicio del mismo, no sabe cómo deshacer el lío en que por ineptitud o por torpeza, se ha metido. Yo le creo.


A Iván Duque hay que imaginarlo como aquel impertinente que no invitamos a los asados familiares entre amigos, pero que busca la oportunidad para llegar al convite con una guitarra en la mano y un balón en la otra con la excusa soterrada de amenizar la reunión. Y lo logra: el entretenimiento es pagado con porción de carne y cerveza. Sabe que es chivo expiatorio de fuerzas más grandes que él, mucho más poderosas que el poder que llegó a tener entre las manos y ahora, frente a la cámara que sigue encendida escuchando sus descargos como gobernante, llegó a tener en algún momento. Mientras se responde a sí mismo, se convence de que esa pieza publicitaria de emergencia le será testimonio en el futuro próximo, el ocho de Agosto de 2022, cuando su investidura presidencial pase de manos y vuelva a ser, por la providencia o la rutina, el hombre feliz que siempre quiso ser. La cuestión es si, en verdad, es inocente.


lunes, 10 de mayo de 2021

MANIFESTANTES Y VÁNDALOS: LAS DOS CIUDADES

 Las cosas no pueden verse en blanco y negro, como pretenden hacernos creer los movimientos extremistas de un bando y otro: la realidad admite matices que vale la pena analizar para dar una opinión lo suficientemente informada y, así, dar un veredicto.


Los manifestantes no son vándalos, así la prensa de oficio quiera equipararlos a éstos para justificar las acciones brutales del ESMAD y la policía; de igual forma, los vándalos no son los manifestantes, como quieren venderlos los discursos radicales de la ultraderecha colombiana, para la que solo hay plomo y sangre. Los vándalos infiltran las marchas para desestabilizar el país y, en esa estrategia, bien se pueden señalar agentes del Estado como bandas al margen de la ley. Pero aquellos que destruyen y saquean no nos representan: son delincuentes oportunistas a los cuales hay que capturarlos y juzgarlos por sus delitos, eso sí, por las autoridades pertinentes garantizando el debido proceso.


Sin embargo, tienen una cosa en común: son jóvenes. Aunque sus motivaciones al salir a la calle son diametralmente distintas, se hermanan en la edad. Los manifestantes salen a protestar porque sienten sus derechos vulnerados y los vándalos salen a robar y destruir. Los unos obedecen a su intelecto y los otros a sus apetitos. Como se ve, aunque comparten un espacio común, pertenecen a ciudades distintas. Se diferencian en sus motivos para levantar la voz: el manifestante protesta contra el sistema y el vándalo ve la ocasión para saciar su hambre siempre insatisfecha. Es un error imperdonable meter a unos y otros en la misma bolsa: la ciudad es nuestro patrimonio y nos duele la ola de daños que se reporta a diario. Los tenderos y dueños de negocios vilmente robados también son nuestros hermanos: simplemente, no es justo. Nada justifica que el tendero quede en la quiebra gracias a una turba minúscula que abre un boquete en el muro y desocupe su local. Golpeados por la pandemia, por los cierres obligados de la Alcaldía, y ahora los saqueos… no es justo. Dejo a un lado si los vándalos son pagos, si son espontáneos, qué sé yo: osn vándalos y punto. A estos es a quienes la policía debería perseguir.


Por eso, mi corazón está con los manifestantes, los cuales pelean nuestra batalla por mejorar nuestras condiciones de vida, pero estoy en contra de aquellos que sólo quieren ver arder la ciudad. Basta con arrojar el cerillo encendido a un bidón de gasolina para desatar el caos. Nuestro deber, en medio de lo que está pasando, es ver con claridad y no tomar partido por los extremos, para los cuales el mundo es blanco y negro. Estoy de acuerdo con que tiene que haber una reforma tributaria, pero no como se había planteado antes de ser retirada. Este aspecto de la protesta ya está en el debate político y no nos queda de otra más que confiar en que la estructuren con equidad. Esa es la cuestión: no en que mañana nos despertaremos siendo Suiza gracias a un caudillo político o que con el ascenso de tal personaje se acabarán nuestros problemas. Se trata de comenzar, porque los manifestantes están en las calles con la esperanza de tener un futuro mejor. Hoy están en las calles, pero necesitamos que mañana estén en las urnas, donde en realidad se decide nuestro destino como nación. Es en las urnas donde se debe protestar con el voto, más que con los gritos