lunes, 21 de mayo de 2018

NO TE FIES DE LAS VOCES (I, par 3 y 4)



No supo qué infortunio lo condujo a emplearse en la Tienda. Juan, el operador logístico, ubicaba sus recuerdos en el rutinario surtido de lineales y góndolas. Empleo que odiaba y vida que odiaba. Infortunio que le sirvió de pretexto para su fallido suicidio y que lo adormecía como narcótico para soportar la agobiante carga que lo aguardaba algunas horas más adelante. Compartía su suplicio con otros hombres cuyo común denominador era la necesidad y la pobreza. Al igual que ellos era joven; al igual que ellos su juventud consistía en la capacidad animal de mantener por largas horas el ritmo que una labor continuada exige. Al igual que ellos -y que otros millones de obreros usufructuarios del salario mínimo- su economía siempre arrojaba un faltante que inútilmente se esforzaba por solventar y que descuadraba sus cuentas entre las obligaciones financieras y la diversión. Diversión consistente en mujeres y alcohol. Esa perspectiva le arrebató una sonrisa: era quincena. En la noche, cuando terminara su turno, retiraría del cajero electrónico los contados billetes de su quincena y con sus compañeros de trabajo se iría a la taberna para disfrutar de instantes de libertad. Y volvería en la madrugada a su casa para oficiar su ritual, como lo hacía sin falta todas las madrugadas. Chupó su cigarro y exhaló una bocanada que lo distrajo de sus pensamientos salobres. La sala y su atmósfera pesada, nebular. Con el pie derecho sobre su rodilla izquierda y una larga ceniza pendiente del cigarrillo, repasaba mentalmente las tareas a ejecutar en la Tienda. Haría lo mismo que hizo ayer y que haría mañana, sin remisión. Secretamente despreciaba su modo de subsistir, solapadamente aborrecía a los tiranuelos que el Director contrataba como supervisores y a sus espaldas los maldecía. La voz que no tiene rostro, la injuria que no se sabe quién dirige: esa era su revancha. Sin percatarlo, su vocabulario se redujo a términos técnicos que nunca entendió pero aprendió a barajar con suficiencia para no pasar por ignorante: labels, rail cards, point of purchase, rompetráficos, estibas, planogramas... aquellos ensamblajes idiomáticos pasaron a formar parte de su alfabeto vocal así difícilmente les encontrara significado real. Pero ese significado -comprendió mientras depositaba la ceniza en el cenicero colmado de colillas- estaba de más: sólo debía restringir sus manos a la operación indiferente de colocar productos de consumo masivo, como arroz o detergentes o destapacañerías, en los diferentes estantes de la Tienda.


No hay que resignarse. No hay que resignarse a esta servidumbre voluntaria” recordaba la instrucción que el mejor de todos los operadores logísticos le hizo cuando ingresó a trabajar, mientras con la colilla del cigarrillo que terminaba encendía otro, para no perder tiempo valioso con el encendedor. “Un día de estos lo echan como echaron a María. Y ella llevaba muchos años aquí, incluso más que yo. Uno aquí no se puede enfermar porque lo echan”. Era un hombre esmirriado, pero con arrestos para cargar bultos, peinado de medio lado, con lentes redondos y rostro tranquilo. Lo poco que Juan sabía hacer en su empleo lo aprendió de él; lo poco que practicó de sus lecciones también. “Esto no es original, no lo es” le decía mientras acomodaban detergentes en el estante, “a pesar de la pobreza, mi amigo, podemos subvertir este orden, transformar nuestro destino, ser dignos de los hombres”. La expresión que le imprimía a su rostro en tanto le enseñaba se le grabó indeleblemente en la memoria: apretaba ligeramente su boca y su mirada se agudizaba, se fijaba en el objeto, en el aprendiz, en la vasta Tienda. “Hay que ser esforzado, hay que porfiar, porfiar hasta donde lo permitan los músculos y no perderse en lo impuesto y, sobretodo, hay que no ser mediocre en lo que se hace”. Mediocre: palabra a la que nunca le encontró significado, acaso porque no se ocupó en buscarlo, pero pudo intuirlo en su mentor. “Esta, mi amigo, no es vida” le replicaba mientras le mostraba la Tienda, recuerdo que alcanzó a anudar su garganta “y no es vida porque aquí no se vive; a diferencia de los hombres, aquí se sobrevive. Todos vienen a buscar el pedazo de pan que alimenta a sus familias, pero hay que vivir, vivir verdaderamente”. Desde que firmó el contrato se condenó a ver pasar fugazmente hombres de todo tipo y condición social, pero ninguno que mereciera su respeto o su odio: todos eran igual de mezquinos, de serviles o de tránsfugas. Los primeros meses de trabajo su compañía fue insustituible, deleitándose en la voz empalagosa que fraternalmente lo instruía: “Hay que aspirar a lo más grande, a lo mejor. A pesar de la pobreza, hay que ser generosos. No se debe pensar en pequeño”. A su lado vio cómo la Tienda prosperaba en la misma medida que los empleados que la soportaban se iban demacrando: las arduas jornadas de trabajo extrajeron lo mejor de su juventud impunemente, sin poder hacer nada más que aguantar y aguantar. Fue de sus labios empapados de sudor donde escuchó la frase que se dedicó a borrar de su memoria, sin lograrlo: “Todos tenemos un día de suerte, una ocasión propicia, una hora que es nuestra. Pero hay que sostenerse y esperarla. Hay que buscarla, que apurarla, que provocarla”. Desde ese instante se distanció de su mejor amigo temiendo que lo convenciera de sus idioteces idealistas. Su distanciamiento se acentuó con la última conversación que no podía recordar sin sentir una comezón en las entrañas que le malograba el ánimo: “Hay que dedicarse a esa búsqueda, así en la búsqueda se nos vaya la vida. Porque no es mejor perro vivo que león muerto: las religiones nos enseñan a mostrar la otra mejilla, pero de lo que se trata ahora es de devolverle al destino la patada en el culo con la que nos lanzó al mundo”. Al mismo tiempo se hizo extraño a sí mismo, no se reconocía en la labor que con el paso de los años y la inesperada muerte del mejor de los operadores (inesperada porque murió joven) lo iba moldeando hasta convertirlo en la pieza autómata de un mecanismo humano que demanda energías para producir dinero.

Se levantó de la poltrona y se sacudió de sus pesadas reflexiones. La noche moría al otro lado de la ciudad y pronto el alba se instalaría en su cotidianidad vacua. Caminó hacia la ventana para observar la calle desolada que se perdía en la oscuridad y se fijó que, en un extremo del marco, una araña pendía de un hilo sedoso. Parecía tejer, por la inconstante agitación de sus patas. Expulsó el vaho azulado y la araña se estremeció de un lado a otro sin dejar de moverse. Le era familiar su ocupación afanosa y se identificó con ella, porque la suya era inútil también. Al igual que noches anteriores, luego de ver el barrio a través de la ventana se dirigía al espejo grande de la sala que abarcaba una pared entera. Escasamente alumbrado por el rayo lunar, aspiró su cigarrillo y exhaló una bocanada de humo frente a él esperando que una mujer, cautiva detrás del cristal, asistiera a la cita vespertina. Se reconcentraba en su reflejo de pies a cabeza deseando idiotamente que una efigie femenina maquillada de negro surgiera del cristal y lo reconfortara de su miseria espiritual. Se dio a la tarea de imaginarla minuciosamente pretendiendo que algún demonio subalterno le otorgara vida gracias a su aliento a nicotina. Era la belleza de la que tenía hambre: ojos profundos preludiantes de dicha, cabello azabache largo hasta la cintura enmarcando un rostro níveo, inexpresivo y frío, labios escarlata, sutilmente abiertos invitando al beso... cada uno de sus detalles los concibió muchas noches de insomnio creyendo que su pretensión creadora tendría éxito, pero el respirar estentóreo de su mujer, que dormía en la habitación contigua a la sala, lo sacó del trance advirtiéndole que se acercaba la hora de partir. Aspiró el cigarrillo con profundidad, trayendo a la memoria cómo la conoció. Un amigo en común los presentó en el bar y su cuerpo delicioso lo llevó a convivir con ella sin mayores miramientos, aunque con el paso del tiempo se convirtiera en el bulto durmiente que calentaba su lecho. En un ayer no muy distante la disfrutó hasta el hartazgo, detalladamente sus labios -esos mismos labios que apretaban el pucho, indolentes de su extrañeza- exploraron los rincones más húmedos de la hembra que con sus extáticos gemidos lo enloquecieron, sus manos se agotaron en las lascivas curvas de su adquisición y como vampiresa ella consumió su energía viril hasta dejarlo vacío como una concha. Al sentir que ya no podía subvenir a su lujuria insaciable, para salvar el matrimonio de la cama le propuso, en lugar de la cópula aburrida, la masturbación como alternativa. Inicialmente ella se negó, pero luego, azuzada más por la curiosidad que por el placer, aceptó: pensó que tales sesiones de autocomplacencia compartida podrían prolongar la flama de lo que hace mucho se había extinto. Aunque ella accedía a su capricho y con habilidad manual lograba satisfacerlo, una de muchas noches dejó de corresponderle con la pasión que él pretendía y no la estimulaban ni sus besos ni sus caricias. Cuando intentó cumplir con su parte en el convenio, al tantear la intimidad de su mujer descubrió la vergonzosa verdad que no se atrevía a aceptar por temor a la soledad: le era infiel y ahora lo sabía. Se explicó, a la luz de esa evidencia, el sudor agresivo que impregnaba sus sábanas y el sueño plácido en que la encontraba al regresar del trabajo, adornado por esa sonrisa fatigada que lucía en sus remotas noches de pasión muerta.


miércoles, 24 de enero de 2018

NO TE FIES DE LAS VOCES (capítulo I, párrafo 1 y 2)

Y como nada parecía entusiasmarlo, pretendía darse muerte mediante la ingesta convulsa de nicotina en el menor tiempo posible.
El humo de ese cigarrillo que la fría madrugada le enseñó a saborear le anunciaba la llegada de una  nueva jornada laboral a la que debía resignarse para asegurar su comodidad.  Jornada laboral idéntica a incontables días anteriores, a interminables horas cargadas de hastío donde se obligaba a no pensar para no tener que discutir con su conciencia.  Mientras lentamente aspiraba el humo del venteavo  cigarrillo que su cenicero sostenía, como una película recreaba los instantes de su quehacer rutinario. Minuto a minuto imaginaba las actividades que ejecutaba diariamente sin tener mayor aliciente que  en llegar a esa hora de la madrugada donde buscaba fumando el acicate preciso para sobrevivir a otro día, pero la tarea día tras día lo desencantaba: no había ningún estímulo.  Debía salir a trabajar y  volver a casa para dormir, levantarse, bañarse, vestirse y aguardar la hora para repetir  implacablemente el ciclo.  No podía hacer nada más que repetirlo.  Por esa razón se odiaba.  Y se  odiaba más de lo que cualquier hombre podría soportarlo.  Sin embargo, no era consciente del  aborrecimiento que a sí mismo se profesaba ni de la marcha lerda que animaba su labor.  Sin que lo  advirtiera, la Tienda lo fue devorando hasta que su juicio lo eclipsó su acomodamiento al sistema  social del cual era beneficiario.  Y como nada parecía entusiasmarlo, pretendía darse muerte mediante la ingesta convulsa de nicotina en el menor tiempo posible.  Arrellanado en la poltrona frente al  espejo, bañado por la luz de la luna, se hundía en la fría soledad de su mañana ahogado en una  bocanada de humo pretendiendo terminar su vida sin reclamos.  La sustancia corrosiva vibraba en sus venas, incendiaba sus pulmones y afloraba a la superficie de las cosas a través de una garganta  maltrecha donde se apoderaba del aire y simplemente lo hacía dañino.  Daño plácido que auguraba su fin.

  Desde hace mucho se prometió esa muerte, tradicional en su parentela.  Abuelos, tíos y primos habían muerto a causa del cigarrillo.  Negligentemente recordó a su tía: con el hueso de la quijada carcomido por el cáncer, se obstinaba en mantener la colilla presa en sus labios hasta que se extinguiera el humo. La enfermedad consumía sus carnes faciales y lo que antes fue una mujer bella, con el avance de la  enfermedad y el apuro del cigarrillo, se transformó en un horrible ser que depositó su último aliento  infestado de nicotina en una cama de hospital.  Y hasta el último momento, cuando el hueso se  reducía a un cartílago frágil y el músculo maxilar no era más que una melaza granate que amenazaba permear la piel traslúcida, pudo apretar la colilla.  Su primo no tuvo mejor suerte: en su cumpleaños, como regalo apreciaba más una cajetilla del preciado vicio que un reloj o una corbata.  Siendo  todavía joven, la consecuencia de su depravación lo amarró a respiradores artificiales para  mantenerlo en este mundo.  Comenzó a fumar temprano, cuando sus pulmones no se habían  desarrollado lo suficiente para funcionar como es debido.  Gracias a su precocidad, la nicotina le  horadó los bronquios y destrozó su aparato respiratorio y ni siquiera el dolor intenso de tal  degeneramiento lo disuadió de su empresa.  Al igual que su tía, hasta el último instante aspiró la  causa de su prematuro deceso y no se halló en sus cadavéricas facciones señas de arrepentimiento o  pena.  Para él, fiel a ese legado, era una muerte natural.  Sacramentalmente cada madrugada encendía un cigarrillo y con la solemnidad de un sacerdote se consumía en su propósito suicida: cada cigarrillo extinto en sus labios era una forma de agotar el tiempo en su vida y el fuego que calcinaba el tabaco  una manera de quemar ese tiempo.