jueves, 19 de septiembre de 2019

De gobernantes y deportistas


De cunas nobles nacen los gobernantes; de cunas pobres, los deportistas. Alguna excepción fortuita, lejos de negar esta verdad, la reafirma. En este país o en cualquiera, en esta época o en el pasado. Es así y seguirá siéndolo, a nuestro pesar. Aunque pretendamos negarlo y nos resistamos a aceptarlo, este estado de cosas se mantendrá.
Alguien dijo que los pueblos se merecen sus gobernantes, que son la expresión más auténtica de lo que somos como nación. Pero lejos de abandonarnos a este pesimismo, podemos mirar la otra orilla de estas facciones contrapuestas: las cunas pobres. Pobres, en el sentido de carecer de dinero. Solamente en ese aspecto. Por ende, sería mejor precisar mi punto: las cunas humildes. El desposeído, el trabajador de todos los días que se renuncia a una labor autómata por ocho horas laborales para asegurar su pan. Y es, en esta coyuntura, donde nos fijamos para contemplar con ojos atentos a nuestros más queridos ejemplos: los deportistas. De cunas humildes se levantan y después de sacrificios y renuncias logran su galardón. Lo admirable de ellos es su capacidad para creer que, a pesar de su circunstancia adversa, pueden ganar en contra de los pronósticos. Me interesa, en este artículo, esa actitud desprendida que les dicta que deben sacrificar su juventud para lograr una hazaña. Porque los deportistas de nuestro país no tienen margen de error: o lo logran o fallan para siempre. No hablo de apoyo estatal o de mecenazgos: muchos deben practicar su deporte y llevar el pan a la mesa. Quienes no tienen nada, tampoco tienen nada que perder: por eso pueden dedicarse en cuerpo y alma a aquello que puede cambiar su destino y hacerlos merecedores del reino de los hombres. La obsesión del deportista es la hazaña: lo repito. Si tienen una oportunidad de lograr aquello que puede cambiar su vida y la de su familia, y esa oportunidad depende de su talento, entonces podemos estar seguros de que lo darán todo para aprovechar su momento. Esos son nuestros deportistas. Por eso son admirables.
Lejos del nacionalismo ramplón que pretenden vendernos cada vez que los deportistas logran hazañas, nuestra identidad como nación debiera cifrarse en la capacidad de sacrificio y renuncia que exhiben en aras de un Ideal deportivo. Les debemos no los aplausos ni las loas de las plazas públicas, sino su testimonio de lucha para conquistar esas preseas. Debemos seguirlos no detrás del carro de bomberos, sino desandar sus pasos para constatar la titánica tarea que deben llevar a cabo día tras día para conseguir lo que se han propuesto y aprender de esa actitud. Ese es el homenaje que les debemos: lo otro es apenas alharaca de gobernantes y lagartos en época electoral. Oportunistas con una calculada agenda política. Y en tanto admiramos a los deportistas colombianos, en la misma medida despreciamos a nuestros gobernantes: su incapacidad para concebir un Ideal los hace funcionarios del Estado. Se creen predestinados a ello. Y en cierta forma lo están. Por eso no cabe esperar nada de ellos: son originalmente discapacitados del espíritu. Su estómago gobierna su conciencia: entretanto éste se halle satisfecho, harán su trabajo más o menos irreprochable. Pero cuando su ego enfermizo los obligue a robar, no tendrán escrúpulo alguno para cometer sus crímenes de cuello blanco. La corrupción en sus justas proporciones: exactores del aparato estatal en la medida que lo determine su comodidad. Esa es la política, aquí y en cualquier país. Es más raro un político que merezca nuestro respeto que el deportista que reniegue de su oficio.

lunes, 2 de septiembre de 2019

Margarita Rosa en la UNAD


Su columna respira honestidad. Sin pretensiones. Una mujer que ha alcanzado el éxito está más allá de las críticas. Y tiene el aplomo suficiente para reconocer que tomó la cátedra de Filosofía en la Universidad Nacional Abierta y a Distancia porque quiere permanecer como alumna. En otra columna anterior refiere que asistió al taller de Escritura Creativa que dirige Carolina Sanín porque puede “aprender a traducir nuestra vulnerabilidad de forma clara y precisa”. Filosofía y Literatura. Filosofía y Creación literaria. Dos padecimientos que nos hermanan. Hay personas que se deciden por la Filosofía porque desean estudiar una carrera alternativa y no tanto porque ésta pueda reportarle beneficios económicos. Puede ser su caso. En el mío, tanto la Filosofía como la Literatura es el punto de partida. Cuando la columna de Margarita Rosa se viralizó en las redes, la página de la universidad nos animó a escribir el por qué de nuestra elección. En lo que resta de este artículo, intentaré responder a la pregunta.
Margarita Rosa llega a la Filosofía y a la Literatura después de haberlo ganado todo en su profesión actoral. No me refiero a premios o galardones, sino a los personajes que ha interpretado. Inmortalizar a la Gaviota, por ejemplo, es más preciado que haber ganado una estatuilla, aunque basta ojear wikipedia para chequear sus muchos reconocimientos. Como decía, ha llegado a la Filosofía y a las Letras. Esto marca un punto de referencia: se trata de epilogar una vida exitosa y hacer el inventario personal de sus alegrías y desavenencias. Es por eso que se dice que la Filosofía presta un auxilio a la vida similar a la religión. La religión del desconcierto. Pero reducir a la Filosofía como paliativo equivale a minusvalorarla: es apenas arañar la epidermis del problema. A diferencia de Margarita Rosa, la Filosofía para mí no es un puerto de llegada, sino un punto de partida. Y aún más: un destino. Destino al que afanosamente me debo, del cual he hecho depender mi vida. Y la Literatura es el registro de esa búsqueda personal. Búsqueda que me perdió por las regiones del arte. Como el fantasma de la Opera, me devano componiendo obras que acaso no vean la luz, pero por las cuales juzgo mi vida como venturosa. Llevo muchos años escribiendo a la sombra y otros más estudiando a distancia matriculando las materias que puedo pagar. Y a mis treinta y siete años, sin hijos y con varios fracasos encima, juzgo que mi vida ha sido feliz. Y esa clarividencia no vino de la Filosofía: fue por ella, precisamente, que llegué a su templo.
Entonces, ¿por qué elegí estudiar Filosofía? La respuesta es consecuente: porque juzgo que aquello que merece la suma de nuestros esfuerzos y anhelos no está en la realidad circunstancial que nos tocó en la vida, sino en lo que está tras ella, tras el velo del templo, donde se revela el rostro del dios. Y la Filosofía y la Literatura son los instrumentos que tenemos a la mano para lidiar con ese misterio. La embarcación y la vela que tenemos para navegar por ese océano que es el Infinito.