De cunas nobles
nacen los gobernantes; de cunas pobres, los deportistas. Alguna excepción
fortuita, lejos de negar esta verdad, la reafirma. En este país o en
cualquiera, en esta época o en el pasado. Es así y seguirá siéndolo, a nuestro
pesar. Aunque pretendamos negarlo y nos resistamos a aceptarlo, este estado de
cosas se mantendrá.
Alguien dijo que
los pueblos se merecen sus gobernantes, que son la expresión más auténtica de
lo que somos como nación. Pero lejos de abandonarnos a este pesimismo, podemos
mirar la otra orilla de estas facciones contrapuestas: las cunas pobres.
Pobres, en el sentido de carecer de dinero. Solamente en ese aspecto. Por ende,
sería mejor precisar mi punto: las cunas humildes. El desposeído, el trabajador
de todos los días que se renuncia a una labor autómata por ocho horas laborales
para asegurar su pan. Y es, en esta coyuntura, donde nos fijamos para
contemplar con ojos atentos a nuestros más queridos ejemplos: los deportistas.
De cunas humildes se levantan y después de sacrificios y renuncias logran su
galardón. Lo admirable de ellos es su capacidad para creer que, a pesar de su
circunstancia adversa, pueden ganar en contra de los pronósticos. Me interesa,
en este artículo, esa actitud desprendida que les dicta que deben sacrificar su
juventud para lograr una hazaña. Porque los deportistas de nuestro país no
tienen margen de error: o lo logran o fallan para siempre. No hablo de apoyo
estatal o de mecenazgos: muchos deben practicar su deporte y llevar el pan a la
mesa. Quienes no tienen nada, tampoco tienen nada que perder: por eso pueden
dedicarse en cuerpo y alma a aquello que puede cambiar su destino y hacerlos
merecedores del reino de los hombres. La obsesión del deportista es la hazaña:
lo repito. Si tienen una oportunidad de lograr aquello que puede cambiar su
vida y la de su familia, y esa oportunidad depende de su talento, entonces
podemos estar seguros de que lo darán todo para aprovechar su momento. Esos son
nuestros deportistas. Por eso son admirables.
Lejos del
nacionalismo ramplón que pretenden vendernos cada vez que los deportistas
logran hazañas, nuestra identidad como nación debiera cifrarse en la capacidad
de sacrificio y renuncia que exhiben en aras de un Ideal deportivo. Les debemos
no los aplausos ni las loas de las plazas públicas, sino su testimonio de lucha
para conquistar esas preseas. Debemos seguirlos no detrás del carro de
bomberos, sino desandar sus pasos para constatar la titánica tarea que deben
llevar a cabo día tras día para conseguir lo que se han propuesto y aprender de
esa actitud. Ese es el homenaje que les debemos: lo otro es apenas alharaca de
gobernantes y lagartos en época electoral. Oportunistas con una calculada
agenda política. Y en tanto admiramos a los deportistas colombianos, en la
misma medida despreciamos a nuestros gobernantes: su incapacidad para concebir
un Ideal los hace funcionarios del Estado. Se creen predestinados a ello. Y en
cierta forma lo están. Por eso no cabe esperar nada de ellos: son originalmente
discapacitados del espíritu. Su estómago gobierna su conciencia: entretanto éste
se halle satisfecho, harán su trabajo más o menos irreprochable. Pero cuando su
ego enfermizo los obligue a robar, no tendrán escrúpulo alguno para cometer sus
crímenes de cuello blanco. La corrupción en sus justas proporciones: exactores
del aparato estatal en la medida que lo determine su comodidad. Esa es la
política, aquí y en cualquier país. Es más raro un político que merezca nuestro
respeto que el deportista que reniegue de su oficio.
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