martes, 16 de agosto de 2022

Bitácora de una Colombia que renace (7)

 El pastor millonario: dad al César...


El tema de los impuestos a las iglesias de nuevo está en la palestra, pese a que el ministro Ocampo ha recalcado que no les impondrá tributo en esta reforma. Entonces, ¿por qué la gazapera que se ha armado, tanto en redes como en columnas de opinión? En lo personal, aprovecho el tema para discurrir alrededor de esta posibilidad.


Me interesa ponerme en los zapatos del pastor. Nada más. En esta columna, me apartó de un sí o un no con respecto a la discusión. Claro que estoy de acuerdo con que las iglesias tributen, cómo no estarlo. En lo que me quiero centrar es en la conciencia pietista y legalista de un pastor que legisla desde su púlpito sobre el cielo y el infierno. A diferencia de otros columnistas, mi acento no está en el dinero, sino en el sujeto que lo recibe en nombre de Dios; en el ministro que domingo tras domingo tiene la tarea de enfrentar a Dios con sus adoradores y plantarse frente al Eterno con su conciencia adormecida y engañada, mas no tranquila. Mi interés -más allá de los credos y las advocaciones- está en el mensajero y no en las monedas de oro.


Dar al César lo suyo. ¿Qué es eso? Entregarle lo que le corresponde. En la antigua Roma, las monedas tenían el rostro del emperador de turno. Lo que exigía es que se las devolvieran y, de esa transacción, se originó la primera economía global. En las Escrituras -que es la fuente de autoridad reconocida por las confesiones cristianas- se establece que el levita (es decir, el sacerdote) debe ser sustentado por el pueblo porque no tiene heredad en la tierra. Y ese es el argumento principal de la iglesia evangélica. En este punto, tienen razón: basta ver al párroco de barrio al cual le llega dinero y mercado de parte de su feligresía, la cual teme el castigo y el fuego y, en no pocas ocasiones, a través de bazares y rifas recauda fondos para levantar la parroquia. Parroquia que, desde luego, pasa a ser propiedad de la Santa Sede. Hasta este punto colijo con ellos: al levita lo sustenta su pueblo y lo asiste. Pero el asunto deja de ser así de sencillo cuando el sacerdote recibe más de lo que puede consumir y, en vez de repartir el excedente, decide de manera egoísta quedárselo. Cuando el pastor recibe más de lo que puede gastar y no lo reparte entre los menesterosos -como es su función hacerlo- abandona su propósito primero y cae en pecado. Arjona: a Jesús le da asco el pastor que se hace rico por la fe. Y le agregaría: no solo a Cristo, también a nosotros los desterrados hijos de Eva. Lo repito: cuando el pastor recibe dinero de parte de los creyentes y, en lugar de bendecir a su prójimo entregándole parte de lo recibido, se lo queda y lo guarda para sí, peca; cuando se aparta del voto de pobreza que le enseñó el hijo de Dios y usa el don recibido de lo alto para acumular riquezas, peca; cuando decide que el gusto por las riquezas es mayor a su vocación, peca. Ante Dios y ante los hombres. Porque su función no es acaparar riquezas, sino imitar a Cristo. De igual manera, el Cristo les enseñó que no se puede amar a Dios y a las riquezas, porque uno termina por excluir al otro. Por eso me causa curiosidad que haya un debate sobre los impuestos eclesiales: lo raro no es que no tributen, sino que por iniciativa propia no lo hayan hecho. Que atestiguen de su fe con el ejemplo, como lo exige el evangelio. Para los que no profesamos su credo con tanta devoción nos causa simpatía la figura del pastor en Rolls-Royce, Rolex y Balenciaga: se ha desviado de la fe. Pasan de ser siervos del Altísimo a ser sepulcros blanqueados. Se les olvida que el tan mentado evangelio de la prosperidad no es tener bienes suntuarios ni edificios ni propiedades costosas, como lo hacen ciertos falsos profetas, sino propagar entre sus hermanos el mensaje de caridad del crucificado. Nada más alejado del mensaje del mesías que un pastor opulento. Y esto, como es natural, nos lleva al tema de los impuestos: dado que los pastores son tan prósperos con su congregación, es justo que paguen impuestos por sus ingresos. Porque el diezmo que reciben de sus fieles son ingresos, los cuales deberían estar gravados. Y que no se les ocurra ocultarlos, como lo hicieron Ananías y Zafira…


Hasta que no cambien su concepción sobre qué es el Evangelio de la prosperidad (lo entienden como vivir como ricos profesando un mensaje de austeridad) las iglesias cristianas seguirán siendo un fortín del politiquero de turno. No causa tanto asco hoy en día que escuchar a un pastor condenando a las llamas eternas a un homosexual por su condición cuando él mismo ha caído en simonía. El pastor Rico es la antítesis del Cristo que profesa.  Sálvanos, señor, de caer en una iglesia de esas…



martes, 9 de agosto de 2022

Bitácora de una Colombia que renace (5)

 Las viejas estructuras y los nuevos fundamentos.


“... unas reformas que no implican destruirlo todo, sino construir sobre lo construido, pero en algunos casos, demoler para reconstruir nuevos cimientos sociales…” esta frase, esbozada del discurso de Roy Barreras en la posesión presidencial hace unos días, define certeramente lo que será el gobierno progresista de Gustavo Petro en el cuatrenio del Pacto. La frase también conjuró, de una vez por todas, los temores infundados que aún puedan incubarse en la conciencia colectiva: no se pretende refundar la patria, como alegan los opositores. Se trata de replantearse las instituciones de nuestra sociedad y redefinirlas en el nuevo contexto político. Los fantasmas del socialismo del siglo XXI se desvanecen a medida que se concretice las reformas que se llevarán a cabo para poner en marcha la idea de país por la cual votamos en las pasadas elecciones. El reto no es sencillo, así como gobernar no es una tarea fácil. Se trata, ante todo, de buscar consensos y dirimir disputas para llegar a acuerdos. Eso es democracia, a grandes rasgos. 


Construir sobre lo construído. Levantar el andamiaje sobre fundamentos ajenos. Lo encomiable es encontrar basamentos sólidos para que la obra a ejecutar pueda resistir los embates eventuales. Esa premisa tranquiliza. El nuevo gobierno no viene a arrasar con nuestra seguridad jurídica ni va a improvisar un gobierno vaporoso. Por eso Petro es un estadista. Nuestro país no puede caer en la tentación de arrancar de nuevo cada cuatro años guiado a los caprichos sucedáneos del gobernante de turno. Por eso hay que echar mano de lo que dejó la anterior administración para continuar la obra propia. En este sentido, se entiende que Colombia no es lo que un mandatario quiere que sea, sino lo que ha venido siendo por doscientos años de historia republicana y, en este sentido, es un producto histórico. Disculpen si estas líneas se plagan de lugares comunes y frondas retóricas: en ocasiones es saludable revisar los anaqueles de la memoria y hacer un inventario minucioso para parir una idea que pueda sostenerse para uno mismo, aunque no para el resto del mundo. Y esa honestidad intelectual me obliga a escribir distendido y recorrer lo que he sido para ver el porvenir sin apasionamientos. Ese examen es necesario en cada uno de nosotros para pararnos frente a lo que se nos viene como patria. Y vuelvo sobre la frase que origina este artículo: construir sobre lo construído. Es una obviedad que me tengo que replantear para extraer de ella las consecuencias posibles. En el ejercicio político, es redundar. Lo interesante es cuando viene acompañada con su condicionante, el cual prende las alarmas. Y es ese condicionante lo que nos llevó a las urnas y elegir el gobierno de Petro. Estamos acostumbrados a que desde las esferas gubernamentales nos digan que las cosas, así como están, están bien. Y lo hemos creído por luengos años, hasta el momento en que nuestra conciencia social fue sacudida por las injusticias y las masacres. Entonces advertimos que las cosas, como estaban, no estaban necesariamente bien. Por lo menos, no para nosotros, los de abajo. La desigualdad en Colombia tiene un origen: el gobierno de unos cuantos, que aseguraron su bienestar a costa del bienestar general y armaron el andamiaje gubernamental para que esa estructura se conservara por generaciones. Y a ese orden lo llamaron Establecimiento. Y por años estuvimos de acuerdo con ese sistema. Hasta que la verdad nos abrió los ojos. Construir sobre lo construído, desde esta óptica, pretende hacer las nuevas obras sobre los viejos cimientos, es cierto, pero el enfoque cambia: ya no será para unos cuantos, sino para todos. Equilibrar la balanza social, como lo he venido escribiendo en el transcurso de estos artículos. Que el acento no esté en la satisfacción de unos cuantos burócratas, hijos de quienes construyeron el establecimiento, sino en el pueblo, que es el primer elector y el principal sujeto de la política. Pero —y ese es el quid del artículo— cuando esas viejas estructuras sean insuficientes para resistir la obra que sobre ellas se pretenda levantar, hay que demolerlas y hacerse unas nuevas. Y este es el punto en que las antiguas castas políticas usufructuarias del néctar del Estado entran en disputa con el gobierno actual; donde los exactores del viejo orden entran en conflicto con quienes desean llevar a cabo la renovación. Por eso, este cuatrenio no va a ser un gobierno fácil: nadie quiere que le arrebaten lo que por años ha sido de su disfrute particular. Ninguno de la vieja clase política desea que le sean despojados los privilegios que sus antepasados les han legado. Y es natural que así sea. Por eso la tarea es ardua. Pero hay que iniciarla, que provocarla. Toda gran obra tiene un comienzo. Y el de ésta, es ahora.


Construir sobre lo construído tiene razón en cuanto esas viejas estructuras sean aprovechables y consistentes. Pero cuando no lo sean deben ser derribadas y reemplazadas por unas nuevas, como lo propone el Pacto. Y, como es normal, habrá quienes se resistan a ese cambio porque se ve comprometido su estilo de vida y sus privilegios.