No
supo qué infortunio lo condujo a emplearse en la Tienda. Juan, el
operador logístico, ubicaba sus recuerdos en el rutinario surtido de
lineales y góndolas. Empleo que odiaba y vida que odiaba.
Infortunio que le sirvió de pretexto para su fallido suicidio y que
lo adormecía como narcótico para soportar la agobiante carga que lo
aguardaba algunas horas más adelante. Compartía su suplicio con
otros hombres cuyo común denominador era la necesidad y la pobreza.
Al igual que ellos era joven; al igual que ellos su juventud
consistía en la capacidad animal de mantener por largas horas el
ritmo que una labor continuada exige. Al igual que ellos -y que
otros millones de obreros usufructuarios del salario mínimo- su
economía siempre arrojaba un faltante que inútilmente se esforzaba
por solventar y que descuadraba sus cuentas entre las obligaciones
financieras y la diversión. Diversión consistente en mujeres y
alcohol. Esa perspectiva le arrebató una sonrisa: era quincena. En
la noche, cuando terminara su turno, retiraría del cajero
electrónico los contados billetes de su quincena y con sus
compañeros de trabajo se iría a la taberna para disfrutar de
instantes de libertad. Y volvería en la madrugada a su casa para
oficiar su ritual, como lo hacía sin falta todas las madrugadas.
Chupó su cigarro y exhaló una bocanada que lo distrajo de sus
pensamientos salobres. La sala y su atmósfera pesada, nebular. Con
el pie derecho sobre su rodilla izquierda y una larga ceniza
pendiente del cigarrillo, repasaba mentalmente las tareas a ejecutar
en la Tienda. Haría lo mismo que hizo ayer y que haría mañana,
sin remisión. Secretamente despreciaba su modo de subsistir,
solapadamente aborrecía a los tiranuelos que el Director contrataba
como supervisores y a sus espaldas los maldecía. La voz que no
tiene rostro, la injuria que no se sabe quién dirige: esa era su
revancha. Sin percatarlo, su vocabulario se redujo a términos
técnicos que nunca entendió pero aprendió a barajar con
suficiencia para no pasar por ignorante: labels,
rail cards, point of purchase, rompetráficos,
estibas, planogramas... aquellos ensamblajes idiomáticos pasaron a
formar parte de su alfabeto vocal así difícilmente les encontrara
significado real. Pero ese significado -comprendió mientras
depositaba la ceniza en el cenicero colmado de colillas- estaba de
más: sólo debía restringir sus manos a la operación indiferente
de colocar productos de consumo masivo, como arroz o detergentes o
destapacañerías, en los diferentes estantes de la Tienda.
“No
hay que resignarse. No hay que resignarse a esta servidumbre
voluntaria” recordaba la instrucción que el mejor de todos los
operadores logísticos le hizo cuando ingresó a trabajar, mientras
con la colilla del cigarrillo que terminaba encendía otro, para no
perder tiempo valioso con el encendedor. “Un día de estos lo
echan como echaron a María. Y ella llevaba muchos años aquí,
incluso más que yo. Uno aquí no se puede enfermar porque lo
echan”. Era un hombre esmirriado, pero con arrestos para cargar
bultos, peinado de medio lado, con lentes redondos y rostro
tranquilo. Lo poco que Juan sabía hacer en su empleo lo aprendió
de él; lo poco que practicó de sus lecciones también. “Esto no
es original, no lo es” le decía mientras acomodaban detergentes en
el estante, “a pesar de la pobreza, mi amigo, podemos subvertir
este orden, transformar nuestro destino, ser
dignos de los hombres”.
La expresión que le imprimía a su rostro en tanto le enseñaba se
le grabó indeleblemente en la memoria: apretaba ligeramente su boca
y su mirada se agudizaba, se fijaba en el objeto, en el aprendiz, en
la vasta Tienda. “Hay que ser esforzado, hay que porfiar, porfiar
hasta donde lo permitan los músculos y no perderse en lo impuesto y,
sobretodo, hay que no ser mediocre en lo que se hace”. Mediocre:
palabra a la que nunca le encontró significado, acaso porque no se
ocupó en buscarlo, pero pudo intuirlo en su mentor. “Esta, mi
amigo, no
es vida” le
replicaba mientras le mostraba la Tienda, recuerdo que alcanzó a
anudar su garganta “y no es vida porque aquí no se vive; a
diferencia de los hombres, aquí se
sobrevive. Todos
vienen a buscar el pedazo de pan que alimenta a sus familias, pero
hay que vivir, vivir verdaderamente”. Desde que firmó el contrato
se condenó a ver pasar fugazmente hombres de todo tipo y condición
social, pero ninguno que mereciera su respeto o su odio: todos eran
igual de mezquinos, de serviles o de tránsfugas. Los primeros meses
de trabajo su compañía fue insustituible, deleitándose en la voz
empalagosa que fraternalmente lo instruía: “Hay que aspirar a lo
más grande, a lo mejor. A pesar de la pobreza, hay que ser
generosos. No se debe pensar en pequeño”. A su lado vio cómo la
Tienda prosperaba en la misma medida que los empleados que la
soportaban se iban demacrando: las arduas jornadas de trabajo
extrajeron lo mejor de su juventud impunemente, sin poder hacer nada
más que aguantar y aguantar. Fue de sus labios empapados de sudor
donde escuchó la frase que se dedicó a borrar de su memoria, sin
lograrlo: “Todos tenemos un
día de suerte, una
ocasión propicia, una hora que es nuestra. Pero hay que sostenerse
y esperarla. Hay que buscarla, que apurarla, que provocarla”.
Desde ese instante se distanció de su mejor amigo temiendo que lo
convenciera de sus idioteces idealistas. Su distanciamiento se
acentuó con la última conversación que no podía recordar sin
sentir una comezón en las entrañas que le malograba el ánimo: “Hay
que dedicarse a esa búsqueda, así en la búsqueda se nos vaya la
vida. Porque no es mejor perro vivo que león muerto: las religiones
nos enseñan a mostrar la otra mejilla, pero de lo que se trata ahora
es de devolverle al destino la patada en el culo con la que nos lanzó
al mundo”. Al mismo tiempo se hizo extraño a sí mismo, no se
reconocía en la labor que con el paso de los años y la inesperada
muerte del mejor de los operadores (inesperada porque murió joven)
lo iba moldeando hasta convertirlo en la pieza autómata de un
mecanismo humano que demanda energías para producir dinero.
Se
levantó de la poltrona y se sacudió de sus pesadas reflexiones. La
noche moría al otro lado de la ciudad y pronto el alba se instalaría
en su cotidianidad vacua. Caminó hacia la ventana para observar la
calle desolada que se perdía en la oscuridad y se fijó que, en un
extremo del marco, una araña pendía de un hilo sedoso. Parecía
tejer, por la inconstante agitación de sus patas. Expulsó el vaho
azulado y la araña se estremeció de un lado a otro sin dejar de
moverse. Le era familiar su ocupación afanosa y se identificó con
ella, porque la suya era inútil también. Al igual que noches
anteriores, luego de ver el barrio a través de la ventana se dirigía
al espejo grande de la sala que abarcaba una pared entera.
Escasamente alumbrado por el rayo lunar, aspiró su cigarrillo y
exhaló una bocanada de humo frente a él esperando que una mujer,
cautiva detrás del cristal, asistiera a la cita vespertina. Se
reconcentraba en su reflejo de pies a cabeza deseando idiotamente que
una efigie femenina maquillada de negro surgiera del cristal y lo
reconfortara de su miseria espiritual. Se dio a la tarea de
imaginarla minuciosamente pretendiendo que algún demonio subalterno
le otorgara vida gracias a su aliento a nicotina. Era la belleza de
la que tenía hambre: ojos profundos preludiantes de dicha, cabello
azabache largo hasta la cintura enmarcando un rostro níveo,
inexpresivo y frío, labios escarlata, sutilmente abiertos invitando
al beso... cada uno de sus detalles los concibió muchas noches de
insomnio creyendo que su pretensión creadora tendría éxito, pero
el respirar estentóreo de su mujer, que dormía en la habitación
contigua a la sala, lo sacó del trance advirtiéndole que se
acercaba la hora de partir. Aspiró el cigarrillo con profundidad,
trayendo a la memoria cómo la conoció. Un amigo en común los
presentó en el bar y su cuerpo delicioso lo llevó a convivir con
ella sin mayores miramientos, aunque con el paso del tiempo se
convirtiera en el bulto durmiente que calentaba su lecho. En un ayer
no muy distante la disfrutó hasta el hartazgo, detalladamente sus
labios -esos mismos labios que apretaban el pucho, indolentes de su
extrañeza- exploraron los rincones más húmedos de la hembra que
con sus extáticos gemidos lo enloquecieron, sus manos se agotaron en
las lascivas curvas de su adquisición y como vampiresa ella consumió
su energía viril hasta dejarlo vacío como una concha. Al sentir
que ya no podía subvenir a su lujuria insaciable, para salvar el
matrimonio de la cama le propuso, en lugar de la cópula aburrida, la
masturbación como alternativa. Inicialmente ella se negó, pero
luego, azuzada más por la curiosidad que por el placer, aceptó:
pensó que tales sesiones de autocomplacencia compartida podrían
prolongar la flama de lo que hace mucho se había extinto. Aunque
ella accedía a su capricho y con habilidad manual lograba
satisfacerlo, una de muchas noches dejó de corresponderle con la
pasión que él pretendía y no la estimulaban ni sus besos ni sus
caricias. Cuando intentó cumplir con su parte en el convenio, al
tantear la intimidad de su mujer descubrió la vergonzosa verdad que
no se atrevía a aceptar por temor a la soledad: le era infiel y
ahora lo sabía. Se explicó, a la luz de esa evidencia, el sudor
agresivo que impregnaba sus sábanas y el sueño plácido en que la
encontraba al regresar del trabajo, adornado por esa sonrisa fatigada
que lucía en sus remotas noches de pasión muerta.
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