viernes, 29 de julio de 2022

Bitácora de una Colombia que renace (5)

 Algunas palabras sobre Duque


Cabe imaginarse a Iván Duque escrutando, desde la ventana de la casa de Nariño, el horizonte plomizo del cielo bogotano sometido íntimamente a un examen de conciencia sobre el presidente que pudo haber sido y lo que evidentemente resultó siendo. En este punto, las figuras literarias no ayudan mucho: intentan romantizar el espectáculo grotesco y deplorable de un hombre atrincherado en el poder, quien siente cómo se acerca el ocaso de su gestión sin dejar un legado palpable y perenne. Lo único que le queda por hacer es un inventario burocrático de las obras que alcanzó a entregar y las que dejó en ejecución. Pero eso, claramente, no es un legado. Es como el empleado que intenta persuadir a su supervisor sobre la importancia de su gestión al resaltar lo eficiente que la hace, ignorando que para eso se le contrató. Lo vimos en su rendición de cuentas en el congreso, hace algunos días. Duque el funcionario: se dedicó a dirigir el país al vaivén de los caprichos de su partido y, al no resultar las cosas como le hubiera gustado que pasaran, se decidió a hacer oídos sordos al pueblo y gobernar para sus amigos. Y ni el pueblo ni su partido avalan su gestión. Los primeros lo quieren lejos de la presidencia y los segundos no quieren verse involucrados con su desastre. Lo dejaron solo, lo lanzaron a las fauces afiladas de sus opositores y no se preocuparon por respaldarlo. Por eso se dice que la victoria es grandilocuente y pletórica de amigos y la derrota es huérfana y muda. Salvo por los demonios interiores. En el caso de nuestro presidente saliente, este cuadro adquiere especial relevancia: tras los cristales de la casa de Nariño que dan a la plaza de Bolívar, Duque el desencantado percibe las horas que le quedan en el mandato como un rosario inmisericorde de ayes y reclamos por las cosas bienintencionadas que le faltaron por hacer. Y en la soledad de su estudio siente el peso de la soledad tan abrumadora e insoportable que intenta autocompadecerse valiéndose de la pandemia y el fantasma de la recesión mundial. 


Su última defensa: la culpa la tienen los otros. Nunca él. Tuvo, eso sí, toda la intención de ser un buen gobernante. Lo que pasa es que las cosas no se dieron. Llegó la pandemia, la guerra en Ucrania, la dimisión del presidente de Sri Lanka y otras noticias en el plano internacional. Le pasó de todo para que no pudiera concretar su proyecto de nación. Además, estuvo la oposición. Como lo declaró en su autoentrevista, ésta tuvo la culpa de que Colombia esté como está. Así, en esas palabras. Desde su perspectiva, es inimputable en el tribunal de los pueblos. Simplemente, no lo dejaron trabajar. Y eso le vale para dormir con la conciencia tranquila. La conciencia: ese momento confrontativo al que todos nos enfrentamos en los momentos del día más rutinarios. Pero su conciencia (y lo sabe, aunque se niegue a aceptarlo) no está tranquila: se adormece con sus disculpas y las palmaditas en el hombro de sus subalternos, los cuales lo compadecen desde la hipocresía de los cargos que deja decretados, como las misiones diplomáticas o la junta de Ecopetrol. Al igual que Uribito Arias, no cometió ningún delito, aunque sí propició que otros —ya sea por su anuencia reticente o por su ingenuidad sospechosa— los cometieron bajo su auspicio. El idiota útil de los que manejan los hilos tras bastidores. Hasta ese momento en que su rostro de pega contra el cristal desconcertado del néctar de estar por encima de todos, advierte que el ocho de Agosto se encontrará tan solo como estuvo antes de embarcarse en la aventura del mandato y que otros se lucran gracias a su ineptitud, pero será él quien responda por esos crímenes de cuello blanco, como suele ocurrir. Después de esa implacable fecha, nuestro buen Duque será un ciudadano más, con el agravante de que será tan vulnerable a los caprichos de la fortuna como cualquiera. Sabe que lo indagarán, lo investigarán minuciosamente así como lo hicieron con su mentor, el innombrable, con la abismal diferencia de que aquel ostentó un poder real y efectivo sobre el aparato político nacional —incluso después de dejar la Casa de Nariño— que le permitió evadir la justicia por mucho tiempo, pero él no tiene ese talante ni ese respaldo ni esa influencia. Se irá como llegó al poder: sin ninguna carta de recomendación, sin aval, instrumentalizado. Como ciudadano vulnerable al poder que deja, será presa fácil de las cortes y las investigaciones: se avecina un nuevo proceso 8000. Pero a nadie le importará porque no habrá un duquismo que lo respalde, menos un capital político que lo libre de la espada de la justicia.


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